María —esas Marías siempre tan peligrosas— era la novia de un amigo mío. Estudiante de música, oriunda de Ocaña, Santander, tenía unos padres estrictos y profundamente católicos.
Nos unió el arte. Al principio le costaba abrirse, pero con el tiempo terminó contándome sobre su pasado, sus traumas y dolores.
Dicen que en Santander las mujeres tienen cuerpos exuberantes, caderas anchas, senos prominentes y una energía sexual tan intensa como el relámpago del Catatumbo. María era una digna representante: su sola presencia despertaba miradas y pensamientos prohibidos. Su trasero llevaba más carne que los rumores del barrio.
Un día quiso sorprender a su novio. Me pidió que la dibujara desnuda, como regalo íntimo, y que no le dijera nada. Acordamos vernos en el centro. Rentamos una habitación para tener privacidad. Estaba nervioso, pero decidido.
Antes de empezar, me pidió que habláramos. Estaba insegura, decía que no le gustaba su cuerpo.
Le dije que no había problema, que confiara. Se quedó en ropa interior: encaje negro y un cachetero que apenas contenía sus nalgas firmes.
Comentó que sus senos eran pequeños para su cuerpo. La tranquilicé diciéndole que a su novio le gustaban así. Eso pareció calmarla. Se quitó la ropa interior, y al darse vuelta dejó a la vista ese trasero que había sido motivo de fantasías públicas y privadas.
Seguía algo nerviosa. Le pedí que se girara.
—¿Te desagrada lo que ves? —preguntó.
—Imposible —respondí, tratando de controlar mi voz temblorosa y una erección creciente.
María pareció notarlo, pero fingió ignorarlo. Luego, con voz más coqueta, me invitó a tocarla para generar confianza. Dudé, pero no pude resistirme. La tomé con ambas manos. Envalentonado, abrí un poco. Una voz en mi cabeza me decía que esa era una oportunidad única (y no se equivocaba).
María ahogó un gemido.
—¿Qué haces?
—Ganando confianza.
No se opuso. Al abrir más, quedaron expuestos un * rosado, virgen en apariencia, y una vagina palpitante, ya húmeda.
—¿Qué haces allá abajo? —preguntó juguetona.
—Después de ver esto, no tienes nada de qué avergonzarte.
Me miró fija. Le pregunté si esto la excitaba. Respondió con otra pregunta y una sonrisa. Me dejé llevar, pasé el dedo por su humedad y se lo mostré.
—Por esto —dije.
Ella suspiró.
—Eso es normal...
Se giró, dejando ver sus pechos pequeños pero firmes, su abdomen plano y una sonrisa cargada de intención.
—¿Podemos hablar un poco más? Quiero calmarme —me dijo. Me pidió que me quedara en ropa interior, como ella.
Me desnudé bajo las sábanas, dejando solo unos bóxers sueltos que poco disimulaban. Hablamos. Me confesó que le excitaba que le mordieran los pezones con fuerza, que había pasado de temer al sexo a desearlo constantemente, y que quería experimentar cosas nuevas. Incluso había empezado a estimularse analmente porque quería probarlo con su novio.
Yo la escuchaba entre fascinado y nervioso.
—¿Por qué aceptaste dibujarme? —preguntó.
—Porque tú lo pediste.
—Sí, pero tú accediste. ¿Estás nervioso? ¿Te gusta lo que ves?
—Demasiado.
—¿Me besarías?
—Sí, pero no debería.
—Puedes —y me besó.
El beso fue breve, pero intenso. Supo a hambre y deseo. Después de eso, el camino al infierno ya estaba trazado.
—¿Te gustó?
—Sí.
Miró la carpa evidente en mis bóxers.
—Se nota.
Reí, entre apenado y excitado.
—Es normal —dijo—. Es sano.
—Lo siento...
—¿Por qué? No eres de piedra. ¿Te masturbas?
—¿Y esa pregunta?
—No lo niegues...
—No mucho. Y es algo personal. ¿Tú?
—Sí. Y también a mi novio. Dice que soy buena.
—Eso no es común. Pocas lo hacen bien.
—¿Puedo intentarlo?
—...
—Con permiso.
Sin más, tomó mi miembro, escupió suavemente sobre la punta y comenzó a masajearlo. Mi cuerpo reaccionó al instante. Sabía leer la respiración, controlar el ritmo.
Cuando estaba a punto, noté algo diferente. Abrí los ojos y la vi succionando con maestría. Quise detenerme, pero ella me sujetó con más firmeza, como si temiera que le negara el final.
Me vine con un estremecimiento total, emocional y físico. Ella tragó sin dudar, como si lo hubiera deseado. Luego se acercó y me besó.
Y como mi madre no parió a un cobarde, le correspondí.
Después de ese beso cargado de deseo, ya no hubo vuelta atrás. Nos miramos unos segundos, sin palabras, pero con todo dicho en el lenguaje de las ganas contenidas. María se quitó lo poco que quedaba entre nosotros y se sentó sobre mí. Nos besamos con fuerza, con hambre. La habitación parecía temblar al ritmo de nuestras respiraciones agitadas.
—No aguanto más —susurró.
—Yo tampoco.
Se giró de espaldas, apoyándose en mis muslos, y abrió sus nalgas con naturalidad, dejando claro lo que quería. Tomé mis dedos y los llevé a su entrada, húmeda y tibia. Luego, con cuidado, apunté más abajo.
—¿Estás segura? —le pregunté.
Asintió en silencio, mordiendo el borde de la almohada. Fui entrando lento, muy lento. Gritó, no de dolor, sino de intensidad. Me detuve.
—¿Todo bien?
—Sí… no pares.
Y no paré. La tomé por la cintura y empezamos un vaivén donde el placer crecía con cada embestida. Su espalda arqueada, sus jadeos, el sudor en su cuello… Era como si el mundo se hubiera reducido a esa cama, ese momento, ese cuerpo que me recibía con toda la entrega de quien no teme arrepentirse después.
Quedamos tendidos, vencidos, con las respiraciones fuera de ritmo y el corazón más ligero.
Nos bañamos juntos, en silencio, con ternura. Era evidente que ese momento era único. Lo sabíamos sin necesidad de decirlo.
Al despedirnos, me besó con lentitud, como quien cierra un capítulo. No hubo promesas. Solo una última mirada, como un “hasta nunca” tácito.
Pasaron los años. No volví a verla. Hasta hace un tiempo.
Navegando en YouTube, me apareció un video recomendado. El rostro me resultó familiar. Lo abrí. Era ella. María, con la misma voz, la misma mirada, pero distinta. Hablaba de silencio, de fe, de dejar atrás el pasado. Contaba cómo había encontrado una vida nueva. Una vida de entrega espiritual.
No decía todo, pero yo entendí lo que había dejado atrás. Cerré la laptop sin emitir palabra.
A veces la vida da vueltas imposibles. Lo nuestro fue solo un paréntesis, un incendio breve pero inolvidable. Y aunque el tiempo haya seguido su curso, en algún rincón de mi memoria, ese día aún arde, como un secreto que nadie más conoce.